domingo, marzo 21, 2010

Los orígenes del Vía Crucis

Es costumbre en este tiempo fuerte litúrgico asistir a charlas cuaresmales con el deseo de ahondar en el significado de la conversión. Un tema fundamental que se sugiere es el sufrimiento en el mundo. Los cristianos no podemos permanecer pasivos ante la tragedia y el dolor que padecen muchas personas por diferentes causas. A muchos les llevan a una profunda desolación. Los cristianos hemos de responder con urgencia a estas cuestiones tan vitales en el ser humano. Por ello, la Iglesia nos invita a celebrar y meditar el Vía Crucis, el dolor de Cristo camino hacia la cruz.

Para los cristianos, la experiencia dolorosa de Jesús en su pasión expresa su solidaridad con el dolor de la humanidad. El Vía Crucis, con un profundo contenido plástico y teológico, narra los momentos cumbre de Jesús en su itinerario hacia la cruz. Su actitud frente al dolor es un revulsivo que interpela al pueblo de Dios.

El origen del Vía Crucis

La costumbre de rezar las estaciones de la cruz posiblemente empezó en Jerusalén, en ciertos lugares de la Vía Dolorosa que fueron reverentemente marcados desde los primeros siglos del Cristianismo. Seguir las estaciones de la cruz se convirtió en la meta de muchos peregrinos a partir de la época del emperador Constantino, en el siglo IV.

Según la tradición, la Virgen María recorría cada día estos pasos. San Jerónimo nos habla de multitudes de peregrinos de muchos países que visitaban los lugares santos en su tiempo.

Desde el siglo XII los peregrinos escriben sobre la Vía Sacra una ruta, recordando los momentos de la pasión de Jesús.

Probablemente fueron los Franciscanos los primeros en establecer el Vía Crucis. En 1342 se les concedió la custodia de los lugares más preciados de Tierra Santa.

Muchos peregrinos no podían ir a Tierra Santa, por las distancias y las difíciles comunicaciones. Así creció la necesidad de representar esta Vía Sacra en otros lugares más asequibles. En diversos lugares de Europa se hicieron representaciones de los más importantes santuarios de Jerusalén.

El peregrino inglés Guillermo Wey, en la narración de sus viajes a Tierra Santa habla del Vía Crucis y da a conocer el uso de la palabra estaciones. Él visitó Jerusalén en los años 1458 y 1462.

Más tarde, ante la dificultad creciente de peregrinar a Tierra Santa por hallarse ésta bajo el dominio musulmán, la devoción al Vía Crucis se difundió por toda Europa. Las estaciones, tal como las conocemos hoy, fueron establecidas en el libro Jerusalem Sicut Christy Tempore Floruit, escrito por un tal Adrichomius en 1584. En este libro, el Vía Crucis tiene doce estaciones, que corresponden exactamente a nuestras primeras doce.

En 1686, el Papa Inocencio XI concedió a los Franciscanos el derecho de erigir estaciones en sus iglesias y declaró que todas las indulgencias anteriormente adquiridas por los devotos al visitar los lugares de la pasión del Señor, en Tierra Santa, las podrían ganar los Franciscanos y los afiliados a su orden haciendo las estaciones de la cruz en sus propias Iglesias. Benedicto XIII extendió más tarde estas indulgencias a todos los fieles.

Y por fin, Benedicto XIV, en 1742, exhortó a todos los sacerdotes a enriquecer sus templos con el rico tesoro de las estaciones de la cruz. De esta manera, hoy se pueden rezar y meditar en todas las iglesias del mundo los Santos Misterios de la Pasión de Cristo o el Vía Crucis, tal como le llamamos hoy.

domingo, marzo 14, 2010

El ayuno que Dios quiere

Ayunar: del ensimismamiento a la apertura hacia el otro

En este tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos recuerda la necesidad de ayunar. Una cuestión importante que tenemos que meditar los cristianos es el valor del ayuno.

El ayuno tiene que ver con el dominio de sí mismo, con el esfuerzo, con el sacrificio. La Iglesia lo considera fundamental para irnos preparando mejor en este itinerario cuaresmal hacia la Pascua. Es verdad que nuestra sociedad cada vez le da menos importancia, puede parecer un tema menor. Pero no deja de tener unas enormes consecuencias humanas y espirituales para los cristianos.

La sobriedad ha de formar parte de nuestra manera de ser. La templanza, la discreción, la prudencia, el control de sí mismo, el sacrificio, revelan nuestra adhesión a un estilo de vida eminentemente cristiano.

La gula, el derroche, la frivolidad, el consumismo exacerbado, estas actitudes revelan que estamos imbuidos de nosotros mismos. Esta forma narcisista de ser nos aleja de los demás. En el fondo hemos caído en el tópico popular: a vivir bien que solo son dos días. Estamos volcados a lo efímero, a lo inmediato, es decir, al aquí, ya y ahora. Solo importa el presente, no nos debe preocupar mirar hacia el futuro ni a los demás. El horizonte de quienes viven así se agota en ellos mismos, les faltan perspectivas. No saben mirar más allá de su propia realidad y se empobrecen radicalmente. Ni los demás ni Dios les importan. Son rehenes de ellos mismos. La falta de valores les impide ver lo que es esencial en sus vidas.

¿Por qué ayunar?

La Iglesia es muy sabia, sabe muy bien lo que nos conviene y lo que es bueno para nosotros. Todo lo que mejore nuestra vida espiritual armonizará y equilibrará nuestro interior. La palabra ayunar, haciendo una lectura más extensa, va más allá del puro esfuerzo para controlar la gula o el apetito bulímico. La Iglesia le ha dado un sentido más amplio, pedagógico y espiritual. El esfuerzo, el sacrificio, la renuncia, el dominio de los instintos de animalidad, especialmente en el comer, son solo un aspecto del ayuno. La Iglesia recoge la tradición bíblica y su magisterio para darle un significado teológico, espiritual y social. No cae en el reduccionismo de la ingesta de los alimentos.

El ayuno, como lo entiende la Iglesia, tiene que ver con un cambio profundo de conducta que nos lleve a ser más solidarios con los pobres, pero sobre todo es una conversión que cambia radicalmente nuestra vida. Solo así practicaremos el ayuno que Dios quiere.

El profeta Isaías describe muy bien el significado bíblico del ayuno. Le da un sentido ético y social.

Dice el profeta: «¿Para qué ayunar, si no haces caso?, ¿mortificarnos, si tú no te fijas? Mirad: el día de ayuno buscáis vuestro interés y apremiáis a vuestros servidores. Mirad: ayunáis entre riñas y disputas, dando puñetazos sin piedad. No ayunéis como ahora, haciendo oír en el cielo vuestras voces.» Y continúa diciendo: «El ayuno que Yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, en seguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá: "Aquí estoy."» (Isaías 58, 1-9a)

De Isaías se desprende que ayunar es acompañar al que sufre, compartir con el que no tiene, solidarizarnos con los más necesitados, estar al servicio de los más débiles. Ayunar es transformar en gestos de caridad nuestras obras, es decir, hacer obras de misericordia. Ayunar es sacar fuera toda la bondad que llevamos dentro. Y esto sanará nuestra vida, en cuerpo y alma.

domingo, marzo 07, 2010

La oración: diálogo de tú a tú con Dios -2-

La eficacia de la oración

La oración nos ha de llevar a una actitud reflexiva y contemplativa ante la realidad que nos rodea. Todo lo que hagamos y vivamos ha de estar impregnado por la contemplación. De esta manera, nuestra vida quedará bañada por la mirada fecunda de Dios.

Hemos de aprender a mirar, a actuar, respirar, vivir y amar desde Dios. Solo así nuestra vida cristiana será coherente. Hacerlo todo desde Él, con Él y para Él nos hará identificarnos más plenamente con Cristo, maestro de la oración que nos lleva al Padre.

Vivir la oración tiene profundas consecuencias. Nos daremos cuenta que Dios está en el eje de nuestra existencia. Todo gira entorno a Él. Esto supone decir un no rotundo a la frivolidad, no a la apatía, no a la crítica constante, no a utilizar a las personas; no al rencor, a la desconfianza, a la falsa humildad, no a la maldad, no a la falsedad, al orgullo, a la ambigüedad, no a manipular situaciones, no a la mentira, a la difamación, a la vanagloria, a la venganza, al recelo, a la petulancia. Es decir: no a todo aquello que nos quita vida interior, a todo cuanto nos aleja de los demás y de Dios.

Hemos de aprender a estar delante de Dios, desnudos con nuestras miserias, aceptarlas y dejar que Él nos vaya envolviendo en su misericordia, en su amor y su perdón. Nuestra pureza ante Dios es una condición necesaria para hacer más fecunda nuestra oración.

Jesús nos enseña con su ejemplo que en Él no hay ninguna grieta entre lo que dice y vive. Esta actitud equilibrada forma parte de su profunda coherencia. La valentía y la autenticidad nos llevan a la felicidad y a la unión con Él.

Una vez abandonados totalmente en Él, en esa osmosis que hemos dicho anteriormente, se produce un profundo cambio de actitud que favorece nuestra amistad con Dios. Del hacer cosas incorrectas, pasamos a hacer cosas buenas que engrandecen y ennoblecen nuestra alma, como decir que sí a la vida, a la verdad, a la humildad, a la justicia, a la libertad, al perdón, a la misericordia, en definitiva, al amor. Solo así podremos decir que hemos entrado en la órbita de Dios; comenzamos a formar parte de Él.