sábado, diciembre 25, 2010

La luz de Navidad

La Navidad es una de las dos fiestas cristianas más importantes del año litúrgico. En ella se culminan las expectativas del pueblo de Israel con la gozosa noticia que con tanta ansia esperaban.

Las promesas anunciadas por los profetas en el Antiguo Testamento se hacen realidad. Una luz alumbra en las tinieblas: el Niño que nace es motivo de esperanza, la razón más genuina que da sentido pleno a nuestra existencia. Con Jesús nace la respuesta a todos nuestros anhelos: hoy es motivo de júbilo para todos los cristianos.

Lavados en las aguas bautismales, reconciliados por el sacramento del perdón, alimentados con la eucaristía, los cristianos lo tenemos todo para vivir con plenitud el inmenso don de la fe. La fe en un Dios providente que se encarna en Jesús para iluminar nuestra vida para siempre

Esta es la gran noticia de la Navidad. Del destierro por el desierto de nuestro egoísmo, que nos seca por dentro, llegamos a la liberación. Y, sobre todo, a la alegría de haber sido escogidos para hacer cielo aquí en la tierra. Porque el reino de Dios empieza aquí y ahora, con su venida.

Empezamos a subir hacia la eternidad cuando Dios decide descender hacia la finitud. El hombre es elevado y dignificado, a punto para entrar en la órbita de Dios.

Hoy es una de las liturgias más bellas y entrañables, con más calado teológico. Y pastoralmente, es vital: entorno a la figura del Niño toda la comunidad eclesial puede fortalecerse y crecer. Porque sólo en él está la clave de nuestra unidad, y sólo en él podremos descubrir la caridad en la libertad.

Arraigada en Jesús, la parroquia crecerá como un frondoso bosque regado y bañado por las aguas cristalinas que brotan del manantial de Belén. Son aguas frescas que salen del cañito del corazón de un bebé, que ha nacido para que dejemos de caminar a oscuras y nunca más tengamos sed y hambre de lo que realmente llena y da sentido a nuestra vida. Es el agua que nos colma: sentirnos amados por Dios desde su nacimiento hasta su muerte en cruz, con los brazos abiertos, amando y perdonando hasta el último suspiro.

Es un amor oblativo, que asume el mayor de los sacrificios, la muerte. Esta es la locura apasionante de Dios: salvarnos y redimirnos. Y esto, para los cristianos, si lo creemos de verdad, nos hará dar el cambio vertiginoso que necesita nuestra alma.

Ojala que estas Navidades todos iniciemos juntos el gran maratón cristiano y empecemos a reproducir en nosotros la vida del mismo Jesús. Ojalá sepamos descubrir la cima de nuestra plenitud, allí donde los rayos luminosos de la eternidad, acarician el alma y nos transforman en auténticos apóstoles de la gran noticia que revolucionó la historia.

Dios se hace niño, bajando de las alturas, para dejarse mecer, acunar, amar. La grandeza de Dios es su pequeñez. Esta tendría que ser también la grandeza del hombre, fuera de todo esquema competitivo o ideológico. La humildad es el primer paso hacia la grandeza espiritual.