viernes, abril 22, 2011

Una hora contigo

Hoy, en esta Hora Santa, ante ti presente en el sagrario, venimos a decirte que estamos contigo, acompañándote en estos momentos cruciales que recordamos en la liturgia de hoy. En silencio y compungidos ante la agonía de Getsemaní, queremos ser como aquel ángel que te confortaba en los momentos de dolor, tan próximos a tu muerte. Queremos ser lienzo que seque el sudor que empapa tu frente y bálsamo de ternura que alivie tu corazón sufriente. Pero, sobre todo, queremos convertirnos en refugio donde puedas descansar, como en los brazos de tu Padre. No queremos que te sientas solo, angustiado, desconcertado. Te pedimos que tu corazón misericordioso perdone todo aquello que, en nosotros, hace sufrir a los demás, todos nuestros egoísmos que agravan tu agonía. Restaura nuestro corazón resquebrajado y dolido, sólo tú puedes convertir nuestro corazón de piedra en un corazón de carne que se parezca al tuyo.
Hoy, en esta noche santa, previa a la traición de uno de los tuyos, danos el valor para que jamás traicionemos a nadie. Queremos ser tus amigos hasta el fin de nuestros días, fieles a la generosidad infinita de tu amor.
Queremos ser aliento para ti, suave brisa que mitigue tu dolor; mano firme en tu cansancio, palabra consoladora en el día de tu soledad más terrible. Queremos ser oxígeno en tu angustia más profunda y, sobre todo, queremos rezar contigo, haciendo nuestro tu sufrimiento y, como tú, hacer nuestra la voluntad del Padre. Danos la confianza para no caer en la desesperación, por muchos sinsabores que pueda haber en nuestra vida. Ayúdanos a creer de verdad que nunca nos dejarás solos ni dejarás que caigamos en el abismo. Aunque tu presencia nos parezca a veces lejana y silenciosa, y sintamos vértigo ante tu aparente ausencia, que nunca dudemos que realmente estás ahí.
Hoy, en esta noche, queremos orar junto a ti ante el sagrario. Ayúdanos a convertir nuestro amor en un sacramento vivo de tu presencia en el mundo.

domingo, abril 17, 2011

La esperanza, oxígeno del alma

El hombre, en su constitución más genuina, quiere dar sentido a su vida y necesita motivos para la esperanza. Sin ella, se pierde en el laberinto de su propia existencia y muchas veces la llena de cosas que le alejan de la realidad. A veces la vida se presenta con tanta dureza que preferimos desviar nuestra atención de la complejidad de cada día por miedo a asumir nuestra propia miseria. Y nos lanzamos en una huida hacia delante, sin rumbo y sin referentes. Nuestra estructura mental crea realidades paralelas en las que nos perdemos, porque nos asusta mirarnos al espejo y aceptar con humildad nuestros límites, nuestros profundos agujeros existenciales; nos cuesta aceptar que nuestro pasado está lleno de lagunas y contradicciones. A veces queremos aparentar ser superhéroes y nos damos cuenta de que el pasado, la familia, nuestro entorno y nuestra propia psique han determinado una manera de ser que no nos queda más remedio que aceptar con humildad. No podemos renunciar a nuestra propia historia, por muy compleja que sea, ni rechazar aquello que nos ha hecho ser lo que somos. Sólo aceptándola evitaremos los resentimientos y ese buscar culpables, haciendo responsables a los demás de lo mal que nos ha ido en la vida.
Cuando uno llega a sincerarse con su propio corazón, es cuando empieza a aparecer en el horizonte de la vida una nueva razón que nos hará vivir de otra manera, con no menos problemas que antes, pero con la paz interior necesaria para asumir con valentía un nuevo reto que va más allá de la calma psicológica y emocional. Este coraje nos hace sentirnos dueños y conductores de nuestra vida, abrazando el pasado con humildad, abriéndonos al presente con sereno realismo, y proyectando el futuro con esperanza.
Así encontraremos nuevas razones para vivir plenamente esta vida única, apeándonos de la tristeza y la amargura, de la ambigüedad y del victimismo. A partir de aquí, todo cuanto uno sueña, anhela y desea puede ser alcanzado. El corazón enquistado vuelve a esponjarse porque ha decidido ser dueño de sí y de su libertad; porque ha sabido poner la distancia justa entre la historia del pasado y la realidad presente; porque ha sabido salir del encierro y liberarse de las ataduras del temor y de la amargura que lo envolvía. Podremos marcar un nuevo rumbo en nuestra vida y será entonces cuando habremos aprendido que podemos tener esperanza y motivos para levantarnos cada mañana sin que el día se nos haga tedioso y el tiempo transcurra lento y pesado. Y descubriremos que la razón de cada nuevo día está más allá de nosotros mismos. Está en las personas que nos rodean: familia, hijos, amigos, compañeros de trabajo, profesores, alumnos… Está en el trabajo hecho con entusiasmo, en el ocio compartido con aquellos que amas, en una buena lectura, un sosegado descanso… Pero, especialmente, la razón última que nos hace levantarnos cada mañana es el amor a los demás y el amor a Dios. Cuando el amor nos mueve, podremos decir que la esperanza deja de ser un reto para convertirse en una experiencia vital que nos colma de gozo. Cuando desde la esperanza se pasa al amor, el futuro se hace presente y lo esperado se hace real, aquí y ahora. El amor es la plenitud de la esperanza.