sábado, julio 28, 2012

San Félix, pasión por Cristo


Nació en el norte de Africa, en la ciudad llamada Scilitana, donde hoy está Túnez.
De joven estudió lenguas y filosofía, y fue en su época de estudiante cuando conoció a los cristianos y se convirtió a la nueva fe que se iba expandiendo por el Imperio Romano.
Lo dejó todo, familia, trabajo, hogar y patria, para ir a apoyar a los cristianos de la Hispania Tarraconense, que entonces estaban sufriendo una despiadada persecución por decreto del emperador Diocleciano. Viajó por mar hasta las tierras catalanas para animar y dar fuerzas a las comunidades de Girona.
Tras un tiempo de intensa evangelización, San Félix fue detenido por las autoridades romanas y sufrió toda clase de vejaciones y torturas, hasta llegar a dar la vida por su fe. Padeció hasta el límite, sin importarle perderlo todo, porque para él Cristo era su gran perla, su riqueza y su amor. La vida, sin él, carecía de valor.
El gobernador romano le ofreció toda clase de comodidades, cargos y favores si renunciaba a su fe. Félix pudo gozar de una vida larga y próspera, viviendo en palacios y sin sobresaltos si hubiera elegido adorar al emperador y a los dioses romanos. Pero se mantuvo firme y prefirió pasar por las torturas y el dolor más insoportable antes que traicionar a Jesús. Aún en los peores suplicios, azotado, ensangrentado, casi sin fuerzas, resistió con firmeza, erguido y sin doblar la rodilla ante el tirano. Ni el zarpazo de la muerte lo detuvo: esperaba encontrarse, definitivamente, con su Señor.
La alegría del encuentro con Cristo era mayor que todo el sufrimiento que estaba soportando. Cuando falleció, exhausto, lo hizo con una gran certeza en su corazón: que la semilla de su martirio había de dar su fruto.
El universo se encoge ante un alma tan grande, que no tiembla ante la impotencia y que está dispuesta a morir por Aquel en el que cree y al que ama. Félix se unió al sufrimiento y martirio de Cristo con total abandono en Dios. Por eso participa, como tantos otros, de la gloria de Dios.

Los mártires nos recuerdan que, en un mundo descreído y autosuficiente, si queremos vivir una íntima amistad con Dios, hemos de responder con firmeza, valentía y coraje sobre nuestra fe. No estamos en aquel momento histórico de los primeros siglos de la primitiva Iglesia, en que los cristianos eran arrojados a los leones. Hoy, al menos en los países democráticos, más o menos se respeta la libertad religiosa y no se encarcela a nadie por ser cristiano. Una fe nacida de una persecución es recia, vital. Una fe que surge del sufrimiento y del testimonio, que ha sido probada hasta el límite, hasta dar la vida, no podemos dudar que sea auténtica, firme y sólida.
Aquellos cristianos tenían un entusiasmo tan extraordinario que solo puede entenderse sabiendo que tenían una certeza: que Jesús resucitado estaba con ellos. De aquí la intrepidez de aquellos judíos y gentiles de las primeras comunidades. ¿De dónde sacaban su fuerza expansiva, su vigor, su capacidad organizativa para anunciar la buena nueva, a tiempo y a destiempo? Solo era posible a partir de un auténtico gozo pascual, una vivencia real de la presencia de Cristo en medio de ellos.
Sin esta experiencia personal y comunitaria, difícilmente nuestro mensaje llegará con la misma onda expansiva a todos aquellos que, hoy, viven a nuestro alrededor. Hoy todo ese entusiasmo creativo parece que se nos ha apagado. Vivimos de una herencia cultural y religiosa que poco a poco ha ido perdiendo vitalidad. Hemos olvidado que cada nueva generación debe ser convertida. Cada nueva generación ha de conocer y enamorarse de Cristo, debe encender una llama y mantenerla viva con el mismo esfuerzo y alegría con que los primeros la llevaron por todo el mundo. Los mártires de los primeros tiempos, como San Félix, nos recuerdan que tenemos esta hermosa y gran misión.

domingo, julio 22, 2012

La parroquia, lugar de encuentro

Estas reflexiones recogen la plática de Joaquín Iglesias durante la I Jornada Parroquial, celebrada con un grupo de la comunidad de San Félix Africano. Fue en Barcelona el día 30 de junio de 2012.

Más allá del edificio y la demarcación territorial, la parroquia siempre es un grupo de personas, bautizadas, creyentes, que quieren seguir a Cristo.

Una comunidad que ha de ser abierta y dinámica, que debe salir afuera, al barrio. No sólo debe hacerlo el cura, sino que toda la comunidad ha de evangelizar.

Esta comunidad es también divina: está animada por el mismo Cristo. Por esto nuestro talante ha de ser festivo: estamos llamados a anunciar con alegría lo que vivimos adentro. Nuestro mejor modelo son las primeras comunidades cristianas. Nosotros somos sus herederos. 

Oración, eucaristía y unidad

Una comunidad que no se alimenta de Cristo, que no reza y que no está unida, difícilmente podrá evangelizar y ser un testimonio creíble de puertas afuera. La parroquia se sostiene por la eucaristía, por la capacidad de perdón, por la humildad. “Mirad cómo se aman”, decían las gentes cuando hablaban de los primeros cristianos. Amar, potenciarse, confiar unos en otros, esto es auténtico testimonio.

La parroquia es el lugar de encuentro con Dios y los demás. Si emprendemos muchas actividades pero no tenemos claro que estamos en un espacio sagrado, lo que hagamos no tendrá el perfume de trascendencia que da un sentido profundo a nuestra acción. Caeremos en la herejía del activismo. La cruz y la eucaristía son esenciales en nuestra vida. Sin ellas no es posible una buena pastoral social; haremos muchas cosas, pero no serán un verdadero testimonio.

La acogida

La acogida es fundamental en la parroquia. Hemos de acoger a todo el mundo, sea como sea y venga de donde venga, incluso al agnóstico, al ateo o al que profesa otra fe. En el horizonte evangelizador tenemos una cultura alejada de Dios y ése es nuestro reto: comunicar el evangelio en medio del mundo sin caer en el activismo político y social.

La misión del sacerdote

El sacerdote aglutina la comunidad; una parroquia no tiene sentido sin su presencia. Y regir una comunidad humana es muy complejo, pues se dan muchas diferencias entre las personas, y a veces conflictos. Se requiere una enorme caridad y aceptación del rebaño que Dios ha dado a cada pastor. Ni el párroco elige a sus feligreses ni éstos lo eligen a él. Por eso es necesario mucho amor, comprensión y paciencia unos con otros.

El sacerdote tiene una triple misión: enseñar, gobernar y santificar.

La primera consiste en educar y hacer llegar a la gente la palabra de Dios, así como tratar de los temas que afectan nuestro mundo actual a la luz del evangelio y el magisterio de la Iglesia.

Santificar. El único santo es Dios. Allí donde esté, el sacerdote ha de santificar la vida de la gente, llevándola cerca de Dios, haciéndola más caritativa, comprensiva y valiente. El sacerdote ha de despertar el amor a Dios.

Gobernar no debe entenderse como el gobierno de los políticos. Más bien se trata de un pastoreo —en hebreo, la palabra rey se identifica con “pastor”—. Es cierto que un rector se ocupa de organizar, gestionar y dirigir las actividades pastorales. Pero, sin excluir la parte administrativa, ha de gobernar como el buen pastor, con un talante de guía, de apoyo, orientador, para sacar lo mejor que tiene la gente y acercarla a Dios. Tenemos a Dios mismo dentro, ¡lo tomamos!

Una comunidad eclesial

La parroquia es una parcela de la Iglesia universal. Más allá de las fronteras de nuestro barrio podemos acoger a gente de otros lugares, movimientos y comunidades. Hemos de saber asimilar la realidad social del entorno; la parroquia debe tener una activa participación ciudadana y abrirse a otras realidades eclesiales. No olvidemos que formamos parte de una Iglesia mucho más amplia, distribuida en diócesis, arciprestazgos y parroquias por todo el mundo.

Vivero de vocaciones

Es en las parroquias donde deben surgir y crecer las vocaciones: tanto al matrimonio como a la vida consagrada, a la militancia cristiana y al sacerdocio. La Iglesia se nutre de las parroquias: ellas son la cuna de las vocaciones. Recemos y trabajemos por ellas.

Pregoneros de Cristo

Los sacerdotes podemos caer en la trampa sutil de pregonarnos a nosotros mismos o hacernos eco de ideas bonitas. Pero el sacerdote, en realidad, es representante de Cristo. Representa al que está, no ausente, sino vivo y presente. Por eso no ha de caer en la autosuficiencia. Cuando está celebrando, no es el cura quien actúa, sino Cristo. Es otro Cristo, actúa en su lugar.

Esto para los cristianos es importante: liberémonos de prejuicios y entendamos que la mediación eclesial, la intervención de los sacerdotes y los sacramentos son importantes.

***

Como conclusiones, después de otro intenso curso pastoral, podemos decir que no hemos de renunciar a evangelizar ni a pre-evangelizar. Muchas veces, el despacho parroquial se convierte en esa antesala previa, y la tarea de atender a la gente es importante, porque será la primera impresión que reciban de la parroquia. La vitalidad de Vida Creixent también nos recuerda que del amor y la fe no nos podemos jubilar nunca. Y finalmente, no dejemos de comunicar ni de salir fuera de los muros del templo. Recordemos que tenemos lo mejor que podemos dar, el tesoro más grande: Jesús. 

domingo, julio 08, 2012

Las parroquias, en la encrucijada

Responder a los desafíos

Los cambios sociológicos, culturales, éticos y religiosos que vivimos en nuestro tiempo están pidiendo con urgencia un nuevo rumbo evangelizador. En octubre el Papa inaugurará el Sínodo para la Nueva Evangelización, en el que se tratarán muchos de estos temas. En la Iglesia de a pie también necesitamos nuevos planteos pastorales y sobre todo una redefinición de lo que ha de ser una parroquia.

Estamos en un nuevo paradigma cultural que obliga a hacer un esfuerzo de creatividad, de entusiasmo y de búsqueda para descifrar el idioma que habla nuestra sociedad, cuál es la nueva gramática de este mundo, dominado por la ciencia y la tecnología, donde priman otros valores distintos a los tradicionales cristianos.

Ante esta metamorfosis sociocultural, hemos de aprender los códigos para poder comunicar el evangelio con un lenguaje adaptado. Si no somos capaces de leer entre líneas y no aprendemos a descifrar las nuevas formas de comunicación no sabremos responder a los desafíos que afronta la sociedad.

Quizás muchos no encuentran respuesta a sus grandes interrogantes porque no han aprendido a auscultar lo que realmente pasa en su corazón. La Iglesia, experta en humanidad, puede ayudar y ofrecer buenas respuestas. Pero si no conectamos con la realidad de hoy estaremos dando vueltas sin rumbo. Por muchas iniciativas que llevemos a cabo, si no logramos sintonizar con el corazón y las necesidades de las personas estaremos perdiendo la oportunidad. Estamos en medio de una encrucijada; ahora es el momento de llenarse de vigor. Tenemos ante nosotros un reto apasionante que no podemos dejar pasar.

Comunicar con un nuevo lenguaje

La Iglesia, sin perder su esencia, ha de saber proyectar nuevos planes pastorales. Yo no diría que la Iglesia está en crisis. Más bien diría que somos los que estamos en ella los que nos encontramos en un momento de desencanto. Y no porque nuestra fe de siempre pierda valor, sino porque hemos sido incapaces de adaptar lo de siempre a un lenguaje entendible hoy. El mensaje es el mismo, la forma de transmitirlo es la que debe cambiar para poder penetrar en el corazón de la gente. Sin este esfuerzo perderemos vitalidad y acabaremos cayendo en la frustración.

La gran revolución de este cambio pasa por volver al núcleo del evangelio. Nuestra fe es mucho más que una doctrina y un sistema moral: es un encuentro con una persona, Cristo. Es una experiencia de amor profundo e ilimitado, de gozo. Y es una llamada que pide coraje. Siendo importante la forma, ahora urge comunicar esta realidad con alegría y entusiasmo, y no podremos hacerlo sin pasar por un proceso de reconversión interna, un volver a mirar, revisar y reactivar el mensaje en nosotros mismos. Somos piedras vivas de la Iglesia, templos del Espíritu Santo. Si no vibramos con Él, estaremos convirtiendo este templo en un museo arqueológico, una ruina del pasado, bonito, sí, pero carente de vida.

La comunidad, clave

La comunidad es otra clave. Es el corazón de las parroquias. Sin comunidad, ese fuego que arde en la Iglesia se apaga. Si no hay una comunidad viva, las parroquias se empobrecen. La vitalidad comunitaria, en cambio, las hace creíbles con el paso del tiempo.

Hemos de revivir nuestro encuentro con Jesús y vivirlo en comunidad: solo así la Iglesia estará tan viva como el mismo Cristo resucitado, y será tan real y efectiva como la presencia del Espíritu Santo. De esta manera, estaremos preparados para la gran batalla evangelizadora.

domingo, julio 01, 2012

La ideologización de la verdad


Existe una tendencia humana a instrumentalizar la verdad en función de nuestros presupuestos filosóficos y nuestra mera subjetividad a la hora de analizar de la realidad, y esto ha reducido el fenómeno religioso a una cuestión de ideas y apreciaciones. Esta reducción nos hace incapaces de asumir que la verdad del evangelio implica un cambio radical en nuestra forma de entender y ver el mundo. La conversión evangélica pasa incluso por replantearnos nuestra cosmovisión, y a veces da vértigo renunciar a nuestra identidad ideológica porque hemos fabricado una estructura mental que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos dentro de nuestra visión particular del mundo. Nos da pánico imaginar que podamos estar equivocados, no concebimos otra realidad que no sea la nuestra. Y convertimos las ideologías afines en soportes de una realidad ficticia y paralela que nos hace llevadera la existencia. Esta falta de realismo nos hace construir un mundo interior basado en nuestra forma de ser y de funcionar. En algún caso, la falta de aceptación de la realidad puede llevar incluso a actitudes extremas o manipuladoras para lograr que los otros queden sometidos a nuestra trama ideológica. Cuando se produce un choque con la realidad real, las posturas se radicalizan hasta llegar a un cierto grado de violencia verbal. Es entonces cuando nos encerramos en nosotros mismos, sin importarnos los demás, preocupados solo por salvar la estructura que hemos creado y que nos permite vivir en nuestro castillo interior. Cualquier ataque externo debe ser rechazado. En nuestro totalitarismo mental, estamos manipulando la verdad.

Para el cristiano, la única verdad que nos mueve es la persona de Jesús, y esta verdad está por encima de discursos y entelequias. El Cristianismo no es un sistema filosófico bien estructurado. Jesús tampoco fue un ideólogo judío, ni un líder político. Cuando Pilato le pregunta, "¿Qué es la verdad?", calla. Su silencio habla por sí solo: Pilato tiene a la Verdad encarnada ante él, pero no sabe verla.

La verdad que nos comunica Jesús es el amor de Dios a los hombres, incondicional, sin mirar raza, sexo, ni ideas. La novedad de Jesús no se puede empaquetar en un sistema ideológico. La verdad de Jesús es que él se entrega por todos, por amor, amando hasta a sus propios enemigos. En el núcleo de su mensaje está el amor, no unas ideas.

Y el amor auténtico atraviesa todo sistema ideológico, porque la esencia del amor en sí mismo es independiente y libre de nuestras cosmovisiones parciales y sesgadas. La persona está por encima de todo y el sujeto evangelizador debe ir más allá de sus propias concepciones del mundo. La única convicción inamovible del cristiano es que todos somos amados por Dios, somos sus criaturas especiales, nos ha hecho seres amables y solo desde esta certeza podemos erradicar las metástasis ideológicas que a lo largo de los siglos se han ido adhiriendo a la fe y han intentado devorar la única Verdad que está en el centro de nuestra evangelización: Cristo.

Sin esta certeza nos estaremos perdiendo en el laberinto de nuestro orgullo y caminaremos hacia el abismo, impidiendo que la verdad de Cristo brille en nuestro corazón.

Una apertura sincera a Dios supone estar dispuesto a todo, y es la única manera de hacer posible la evangelización desde nuestras parroquias. Nos daremos cuenta de que para que la evangelización sea eficaz hemos de empezar por una auto-evangelización, es decir, volver al entusiasmo de las primeras comunidades, con esa fuerza arrolladora que superaba cualquier obstáculo. Ni todo el poder del Imperio Romano pudo frenar la expansión del cristianismo en los primeros siglos. No nos será posible si no volvemos a enamorarnos de Cristo, si nuestro corazón no vuelve a latir con el suyo. Será entonces cuando, conscientes de nuestra misión, podremos anunciar a aquel que ha dado sentido a nuestra vida y podremos decir sí a nuestra vocación de servicio a la Iglesia. Hoy, ante la crisis que vivimos, lo único que nos queda es el testimonio. La autenticidad de lo que vivimos hará posible rebrotar el entusiasmo evangelizador.