Nació en el norte de Africa, en la ciudad llamada Scilitana, donde hoy está Túnez.
De joven estudió lenguas y filosofía, y fue en su época de estudiante cuando conoció a los cristianos y se convirtió a la nueva fe que se iba expandiendo por el Imperio Romano.
Lo dejó todo, familia, trabajo, hogar y patria, para ir a apoyar a los cristianos de la Hispania Tarraconense , que entonces estaban sufriendo una despiadada persecución por decreto del emperador Diocleciano. Viajó por mar hasta las tierras catalanas para animar y dar fuerzas a las comunidades de Girona.
Tras un tiempo de intensa evangelización, San Félix fue detenido por las autoridades romanas y sufrió toda clase de vejaciones y torturas, hasta llegar a dar la vida por su fe. Padeció hasta el límite, sin importarle perderlo todo, porque para él Cristo era su gran perla, su riqueza y su amor. La vida, sin él, carecía de valor.
El gobernador romano le ofreció toda clase de comodidades, cargos y favores si renunciaba a su fe. Félix pudo gozar de una vida larga y próspera, viviendo en palacios y sin sobresaltos si hubiera elegido adorar al emperador y a los dioses romanos. Pero se mantuvo firme y prefirió pasar por las torturas y el dolor más insoportable antes que traicionar a Jesús. Aún en los peores suplicios, azotado, ensangrentado, casi sin fuerzas, resistió con firmeza, erguido y sin doblar la rodilla ante el tirano. Ni el zarpazo de la muerte lo detuvo: esperaba encontrarse, definitivamente, con su Señor.
La alegría del encuentro con Cristo era mayor que todo el sufrimiento que estaba soportando. Cuando falleció, exhausto, lo hizo con una gran certeza en su corazón: que la semilla de su martirio había de dar su fruto.
El universo se encoge ante un alma tan grande, que no tiembla ante la impotencia y que está dispuesta a morir por Aquel en el que cree y al que ama. Félix se unió al sufrimiento y martirio de Cristo con total abandono en Dios. Por eso participa, como tantos otros, de la gloria de Dios.
Los mártires nos recuerdan que, en un mundo descreído y autosuficiente, si queremos vivir una íntima amistad con Dios, hemos de responder con firmeza, valentía y coraje sobre nuestra fe. No estamos en aquel momento histórico de los primeros siglos de la primitiva Iglesia, en que los cristianos eran arrojados a los leones. Hoy, al menos en los países democráticos, más o menos se respeta la libertad religiosa y no se encarcela a nadie por ser cristiano. Una fe nacida de una persecución es recia, vital. Una fe que surge del sufrimiento y del testimonio, que ha sido probada hasta el límite, hasta dar la vida, no podemos dudar que sea auténtica, firme y sólida.
Aquellos cristianos tenían un entusiasmo tan extraordinario que solo puede entenderse sabiendo que tenían una certeza: que Jesús resucitado estaba con ellos. De aquí la intrepidez de aquellos judíos y gentiles de las primeras comunidades. ¿De dónde sacaban su fuerza expansiva, su vigor, su capacidad organizativa para anunciar la buena nueva, a tiempo y a destiempo? Solo era posible a partir de un auténtico gozo pascual, una vivencia real de la presencia de Cristo en medio de ellos.
Sin esta experiencia personal y comunitaria, difícilmente nuestro mensaje llegará con la misma onda expansiva a todos aquellos que, hoy, viven a nuestro alrededor. Hoy todo ese entusiasmo creativo parece que se nos ha apagado. Vivimos de una herencia cultural y religiosa que poco a poco ha ido perdiendo vitalidad. Hemos olvidado que cada nueva generación debe ser convertida. Cada nueva generación ha de conocer y enamorarse de Cristo, debe encender una llama y mantenerla viva con el mismo esfuerzo y alegría con que los primeros la llevaron por todo el mundo. Los mártires de los primeros tiempos, como San Félix, nos recuerdan que tenemos esta hermosa y gran misión.