martes, diciembre 25, 2012

El misterio del niño Dios


Muchos hogares, en el tiempo pre-navideño, hacen sus belenes. La piedad popular tradicional, ya por santa Lucía, establece que se monte el belén en las casas, como parte importante de la fe. Las familias utilizan el pesebre como una herramienta pedagógica para ir introduciendo a los niños en el misterio que va más allá de la sencillez de un establo.

Adviento es el tiempo de la espera en la venida del Señor y la Navidad es el anuncio de su llegada. La gente sencilla ha captado el crucial acontecimiento: el misterio de un Dios que se hace hombre despojándose de todo poder para que el hombre le abra definitivamente su corazón. La Navidad es la gran noticia de un Dios que se hace bebé para que el hombre, lleno de bondad, canalice hacia los demás el amor que tiene dentro.

Dios se deja acunar por el hombre, y así el hombre aprende a amar a Dios. Y es que, ¿acaso un bebé no evoca ternura, compasión, dulzura? Dios ha querido hacerse pequeño, humilde, para tocar nuestras entrañas y para que así, con diligencia solícita, respondamos al llanto de un recién nacido.

Dios nacerá en un bebé indefenso y morirá en un adulto indefenso porque tiene una escandalosa obstinación: salvarnos. Nuestra existencia no tendría sentido sin su proyecto salvífico. Naciendo y muriendo, Jesús renuncia al poder para vivir plenamente la vida de Dios en él, y resucita porque Dios tampoco quiso que la vida del hombre terminara en una tragedia, en un futuro lleno de sufrimiento, condenado a la mortalidad. Jesús, con su resurrección, nos libera del yugo de la muerte, dándonos una vida nueva. Nuestra vida, como la de Jesús, ya lleva dentro una semilla de inmortalidad, porque desde siempre nos ha querido en sus brazos, hasta más allá de la muerte.

La Navidad no es otra cosa que la clara certeza de un Dios apasionado por su criatura; lo único que le queda es hacerse hombre para que, como hombres, nosotros podamos mirarle con sus ojos y descubrir en su mirada el destello de una luz capaz de traspasar nuestra retina para iluminar el interior de nuestro corazón. Así descubriremos, en su humildad, que en ese rostro está Dios, y que quiere ser un amigo en el viaje de nuestras vidas hacia nuestra meta: las manos acogedoras y cálidas y el corazón palpitante que desea fundirse con nosotros en un abrazo, para siempre, en la eternidad. Solo desde la lógica de la donación y el sacrificio puede entenderse tanto amor.

domingo, diciembre 09, 2012

La trascendencia de un sí


María, aquella muchachita de Nazaret, con su sí a Dios se convirtió en una mujer que uniría el cielo y la tierra, en espejo del rayo divino que atravesaría sus entrañas; en puerta del cielo y aurora de la mañana. Convirtió su humildad en una gran osadía. Por ella, Dios se hace hombre. María volcó todo su ser en el gran proyecto de la encarnación del Hijo de Dios.

Siendo sencilla, María convierte su vida en una gran hazaña. Dios y María, con la complicidad del Espíritu Santo, convierten la humanidad en un grito de esperanza y salvación. El hombre siempre ha buscado razones profundas para dar sentido a su vida; con el sí de María Dios no solo entra en su corazón, sino en toda la humanidad y en cada hombre, haciéndolo un auténtico interlocutor de la divinidad.

El rayo de luz que invade a María también invade el corazón humano. En ese instante, unida a ella y con Cristo, todos somos parte del proyecto de Dios. El sí de María a Dios atraviesa cielo y tierra. Pero Dios ya había dicho sí al hombre desde el mismo instante en que lo creó para salvarlo. Por eso el hombre, como dice san Agustín, desde su propia esencia no descansará hasta encontrarlo. El ser humano necesita el sí de Dios para sentirse plenamente realizado. A cambio, para que se culmine esta amistad del hombre con Dios, él también necesita de la certeza libre de su sí.

Dios había hecho un pacto con el pueblo de Israel. Pero este pacto debía llegar a su culminación. La anunciación a María era una prueba de fuego. Dios quiso contar con ella, y en ella con toda la humanidad, para realizar definitivamente su plan: entrar en la historia como hombre nacido de mujer; más tarde, con los apóstoles y, finalmente, con la Iglesia, que necesitaría de una nueva inspiración del Espíritu Santo para extenderse por todo el mundo.

El Espíritu cubre con su sombra a María y nace Jesús. Y el Espíritu Santo volvió a cubrir con su sombra a los apóstoles y nació la Iglesia. Y cada uno de nosotros ha sido fecundado por la fuerza del Espíritu, que nos ha constituido en hijos de Dios e hijos de la Iglesia.

El sí de María sigue siendo fecundo dos mil años después. Cada bautizado es un hijo espiritual de María, porque ella es el fundamento de la Iglesia. Es por eso que no podemos separar a María de Jesús, ni a María de la Iglesia, ni a María de los cristianos. Ella se convirtió en simiente de lo que ahora vivimos plenamente en la Iglesia. Por ella, por la Madre de Dios, el rumbo de nuestra historia ha continuado. Ella nos señala la dirección de nuestra plenitud humana y la fuente de donde tenemos que beber para no tener nunca más sed. Esta agua colma nuestros ansiosos deseos de felicidad. Cristo, su hijo, es nuestro único horizonte y el que nos impulsa a dar un cambio definitivo en nuestra vida, siempre con la cálida y discreta presencia de María.