domingo, marzo 29, 2015

El sentido de la muerte

La muerte es uno de los grandes misterios que envuelve la vida sobre la tierra. Desde los albores de la humanidad, el hombre se ha preguntado por su sentido y ha buscado respuestas. ¿Es la muerte un simple final? ¿Hay algo más allá?

Todas las religiones antiguas consideran que la vida humana no puede terminar con la muerte física. Los enterramientos, desde la prehistoria hasta las tumbas más monumentales de todas las culturas del mundo, muestran una creencia en otra vida más allá de la muerte.
Pero, ¿qué clase de vida es esta? Para algunos pueblos es una sub-vida, una existencia lúgubre en un mundo sombrío habitado por fantasmas tristes que añoran su vida terrena. Para otros, hay diferentes destinos: los héroes suben a un Olimpo glorioso, donde comparten mesa con los dioses, mientras que los humildes mortales bajan al reino de las sombras. En otras religiones se distingue: cielos placenteros para los buenos, infiernos espantosos para los malos. Los antiguos hebreos hablaban del sheol, una especie de mundo inferior poco amable. Más tarde algunos grupos judíos comenzaron a creer en una vida inmortal y en la resurrección de la carne. Los fariseos y muchos amigos de Jesús, como Marta, María y Lázaro, compartían esta creencia. 

También ha habido, en todos los tiempos, escépticos. Con la Modernidad ha crecido la convicción de que la muerte es un final definitivo y que la vida más allá no es más que un engaño para conjurar el miedo al vacío y al sinsentido. Se acusa al cristianismo de ofrecer el premio del cielo y el castigo del infierno a las gentes, para manipular sus conciencias. También se acusa a los cristianos de vivir pendientes del más allá y de no valorar la vida presente. No hay evidencias “científicas” de otra vida, dicen muchos. Más vale vivir y disfrutar el momento sin preocuparse de la muerte, lo que importa es el ahora. Pero lo que ocurre es que la sombra de esa nada final se proyecta hacia atrás y oscurece la vida. La angustia existencial y el temor al absurdo acechan en cada esquina. No es tan sencillo vivir feliz y hallar sentido a la vida sabiendo que todo se acaba sin más.

Abrazar la muerte como Cristo abraza la cruz

La esperanza de una vida eterna ilumina y puede hacer mucho más plena y gozosa la vida presente. No se trata de menospreciar esta vida consolándonos con el cielo futuro, sino de vivir confiadamente, sabiendo que en la vida y en la muerte estamos en manos de Dios, que nos ama.

El ser humano ha intuido que en él hay una realidad que nunca muere y que trasciende el mundo material: el alma o espíritu.

Los antiguos griegos distinguían en el ser humano dos realidades: cuerpo y alma. El cuerpo perece, pero el alma es inmortal. Esta creencia, sin embargo, deriva en un desprecio del cuerpo y de todo lo físico, mientras que el alma es valorada por encima de todo. El cristianismo ha sido muy influido por esta idea. Pero el desprecio del cuerpo no es cristiano y  ha causado mucho daño. Cuerpo y alma son valiosos e inseparables.

La fe cristiana nos dice que somos imagen y semejanza de Dios. Esta semejanza no es solo en el alma, sino en la unión de ambos. Una persona completa es cuerpo y alma, no cuerpo solo ni alma sola. Si Dios nos ha creado por amor y nos llama a una vida plena, esto significa que en la plenitud de la vida seremos también cuerpo y alma. Esta es la resurrección de la carne que proclamamos en el Credo.

Jesús, como hombre, abrazó la vida, el gozo, el trabajo y el dolor. Abrazando la cruz, acogió también la muerte y la vivió en su total hondura. Bebió hasta apurarlo el cáliz del sufrimiento y se hundió hasta el abismo más oscuro. Descendió a los infiernos, compartió el destino de todos los seres humanos.

Morir significa que hemos vivido. Aceptar la vida es aceptar la muerte. Si estamos agradecidos por existir, hemos de comprender que la existencia terrenal tiene un límite. San Francisco, gran amante de la vida, hablaba con cariño de la hermana muerte. Así como el nacimiento es el inicio, la muerte es el final, la llegada a puerto. Jesús nos mostró que después del mar de esta vida nos esperan las aguas infinitas de otro océano luminoso. El resucitó y así nos lo quiso comunicar.  

domingo, marzo 22, 2015

¿Cómo vivir el sacrificio hoy?

En nuestra cultura cristiana se nos ha inculcado mucho el valor del sacrificio. Inmediatamente lo asociamos a privación, a restricción, a una obra que nos cuesta o incluso a una mortificación. Pero en estas prácticas hay que tener cuidado. Santa Teresa avisaba a sus monjas porque era fácil caer en los excesos y en el orgullo. Todo eso, decía, nos aleja de Dios y arruina la salud. El sacrificio entendido como autoflagelación, dolor provocado, puede conducir a la neurosis y a un centrarse en uno mismo, es una forma de masoquismo pero también de narcisismo que puede dañarnos corporal y espiritualmente. El sacrificio material también corre el riesgo de convertirse en ostentación: mi ofrenda es más generosa, más abundante… Dios me dará más si yo le doy más. Ya no hay gratuidad, sino intercambio. Mercantilizamos nuestra relación con Dios.

Misericordia quiero, y no sacrificios, clamaba el profeta. Con esto nos da pistas sobre qué gestos tienen valor para Dios y para nosotros.

El sacrificio es un concepto antiquísimo, presente en todas las religiones y culturas del mundo. En su origen no se trataba de un autocastigo, sino de una ofrenda. Sacrificio viene del latín y significa, literalmente, hacer sagrado. Es decir, se trata de convertir algo en sagrado. ¿Y qué es sagrado? Lo sagrado es lo que pertenece a Dios.

Antiguamente se sacrificaban animales o se quemaban perfumes, objetos o productos de la tierra para ofrecerlos a Dios. Renunciar a estos bienes para quemarlos ante la divinidad era una forma de decir: todo esto no nos pertenece, es un regalo de Dios y se lo ofrecemos a él. La Biblia nos cuenta que Caín y Abel sacrificaban a Dios las primicias de la tierra y del ganado. Y Dios veía con agrado el sacrificio de Abel, porque no lo hacía por obligación ni con mala gana, sino de corazón, y con esplendidez, eligiendo lo mejor que tenía para darlo a Dios. 

Nuestra fe cristiana nos enseña que Dios no necesita esos sacrificios para aplacar su ira. El cambio es radical: Dios mismo se sacrifica por nosotros. Él se ofrece a los hombres y muere a sus manos, en la cruz. ¿Puede haber sacrificio mayor que el de un Dios que muere de amor por sus criaturas? El gran sacrificio ya ha sido realizado. Entonces, ¿qué sentido tiene para los cristianos el sacrificio?

 Ya en la Biblia, en un episodio impresionante, vemos cómo Dios detiene la mano de Abraham, a punto de sacrificar a su hijo Isaac. Dios no quiere esa clase de sacrificios antiguos. ¿Qué podemos ofrecerle al que lo ha creado todo y no necesita nada de este mundo?

Dios no necesita ofrendas materiales. Pero hay algo que podemos ofrecerle: a nosotros mismos. Ofrecerle tiempo: para rezar, para estar con él; ofrecerle nuestros bienes, donando limosnas y ayudando a quienes lo necesitan; ofrecerle nuestros talentos, poniéndolos al servicio de los demás y no de nuestra vanidad. ¿Qué le ofreceremos a quien nos ha dado la existencia y lo mejor de todo: a sí mismo?

No seamos cicateros ni avaros a la hora de hacer sacrificios. No le demos a Dios las sobras, si es que hay sobras. A veces parece que Dios sea lo último de nuestra vida y le damos solo los restos: el poco tiempo que nos queda, si queda; la limosna que es calderilla sobrante; la poca energía que conservamos después de habernos quemado en mil ocupaciones, algunas de ellas innecesarias, o superficiales…

Pero no veamos el sacrificio en negativo, como algo que nos disminuye, algo que nos merma o nos mutila. El sacrificio, hacer sagrado algo para Dios, en realidad es una forma de vivir radicalmente distinta. ¡Hagamos que nuestra vida sea sagrada! Dios no quiere nuestro dolor ni nuestra muerte, sino nuestra vida, nuestra salud, nuestra alegría. Démosle a Dios lo mejor que tenemos: nuestro gozo, lo que nos apasiona, nuestros amores, nuestras ilusiones, las mejores horas del día. Convirtamos nuestros días en una liturgia viviendo en profundidad, conscientemente, despacio, acariciando todas las cosas que hacemos. Trabajemos con amor, hablemos con amor, miremos, toquemos, caminemos con gratitud y sintiendo intensamente el don de la existencia. Dios nos da la vida, devolvámosle una vida saboreada, paladeada, exprimida con amor. Una vida entregada, también, a quienes nos rodean, criaturas de Dios.

Decía un filósofo que el otro, el prójimo, es tierra sagrada. Sí, el otro es templo de Dios, tierra santa a la que amar y cuidar como lo haríamos con el mismo Dios. En esto consiste el verdadero sacrificio.

 Cuaresma 2015 

domingo, marzo 01, 2015

Cuaresma - El ayuno

Ayuno, abstinencia y penitencia

Uno de los gestos propios de la Cuaresma es el ayuno.  El ayuno consiste en hacer una sola comida fuerte al día. A las personas a quienes esto les cuesta mucho, algunos moralistas proponen que coman la mitad de lo que suelen tomar.

¿Cuándo la Iglesia propone ayunar? En dos días especiales: miércoles de Ceniza y Viernes Santo.

La abstinencia es diferente: consiste en no tomar carne, y se recomienda todos los viernes del año. Sí se pueden tomar caldo de carne, huevos y productos lácteos.

Están exentos de ayuno y abstinencia los menores de edad y las personas enfermas y mayores de 65 años.

La abstinencia de los viernes fuera de Cuaresma se puede sustituir por otros gestos, como visitar enfermos, dar una limosna, rezar el Rosario, una visita al Santísimo… Cualquier obra de caridad hecha no por obligación (como una misa de precepto) sino por deseo de hacer el bien.

Las prácticas ascéticas tienen un sentido. Se trata de superar la inercia  y ser capaces de hacer un sacrificio o una renuncia por amor a Jesucristo y a los demás. Estas privaciones son voluntarias, y se ofrecen como acto de generosidad.

En un mundo que sobrevalora la posesión de bienes materiales y que pone la felicidad en lo que se tiene, el ayuno y la abstinencia nos recuerdan que la felicidad no está en el tener, sino en lo más profundo de nuestro ser. La felicidad brota como consecuencia de una actitud interior, no depende de lo que nos pasa, sino de cómo lo aceptamos y vivimos. Por eso, ser capaces de renunciar a algo, ya sea comida, o dinero, o tiempo, y hacerlo de manera alegre y con ganas, es un gesto de libertad. Demostramos así que nada nos ata, que tenemos el corazón ágil para no acomodarnos y que somos capaces de responder a las demandas de la caridad. Este es el sentido profundo de la penitencia, palabra que significa purificación, limpieza. Amando estamos lavando a fondo nuestra alma, la morada interior.

El sentido del ayuno

Todas las religiones del mundo contemplan esta práctica. Hoy también sabemos que el ayuno en su medida es saludable, y muchos médicos lo recomiendan como terapia regeneradora y curativa. En ciertos ámbitos incluso está de moda y se practica con finalidades sanitarias y estéticas.

Pero, ¿qué sentido espiritual tiene el ayuno? Es fácil caer en la tentación de convertir el ayuno en un acto heroico, de fuerza de voluntad, que reafirma nuestro autodominio y nuestra superioridad moral. El ayuno vivido así puede alimentar el orgullo y no beneficia a nadie.

Jesús ayunó en el desierto y habló del ayuno como medio para expulsar demonios. Pero él no fue un asiduo practicante ni obligó a sus discípulos. En los evangelios se narra cómo los fariseos lo critican porque ni él ni sus seguidores ayunan. Jesús responde que nadie ayuna en una boda mientras están de fiesta, con el novio. Es decir, cuando hay motivos para la alegría no tiene sentido alguno castigarse.

Los profetas del Antiguo Testamento tienen palabras muy duras contra las prácticas aparentemente devotas, pero en el fondo hipócritas e interesadas. Dice Isaías (58, 6): Este es el ayuno que yo quiero: que rompáis las cadenas injustas, que liberéis a los esclavos, que dejéis en libertad a los oprimidos y les quitéis toda deuda. Que partáis el pan con el hambriento, que deis refugio a los pobres y a los que no poseen vestido, que acojáis a los desvalidos y los ayudéis.

El ayuno tiene dos caras. Por un lado se trata de privarse de algo que no necesitamos pero a lo que estamos apegados. Dice Jesús que lo que contamina no es lo que entra, sino lo que sale del interior. ¿Ayunaremos de críticas? ¿Ayunaremos de quejas? ¿De tristezas, de amarguras, de agravios acumulados? ¿Ayunaremos de malas caras, malos humores y golpes de mal genio? ¿Ayunaremos de televisión, de comadreos, de conversaciones estériles? ¿De envidias y resentimientos? ¿Ayunaremos de avaricia?

La cara positiva del ayuno es la generosidad: compartir, dar algo de nosotros, tener el corazón abierto. No puede ser que alguien esté sufriendo a nuestro lado, que una familia padezca necesidad, ¡y no hagamos nada por ayudar!

Dijo alguien que quien ayuna y no comparte, ese no ayuna, sino ahorra. ¡No es este el ayuno mezquino que agrada a Dios! Practiquemos el ayuno generoso.