domingo, marzo 12, 2017

Historia de un sí

Hace 30 años que me ordené sacerdote. Preparando el aniversario de mi ordenación, no puedo dejar de evocar la historia de mi vida. Una historia que comenzó a escribirse mucho antes de que yo naciera. Una historia cuyo guionista (Dios) ha convertido en el relato apasionante de una llamada y una respuesta. La historia de un sí.

O quizás debería decir, de dos síes. Es fácil hablar del sí de un joven inquieto que responde a una vocación. Pero antes que mi sí, pequeño y lleno de fragilidades, hubo otro sí, inmenso, incondicional, desbordante e inquebrantable. El sí que Dios me dijo a mí.

La historia de toda vocación ―al sacerdocio, a la vida religiosa, al matrimonio, a cualquier compromiso de vida― entraña un descubrimiento y una creciente amistad con Dios. Suele ser un camino lleno de giros y sorpresas, de horas alegres y horas de cruz, pero siempre iluminado por una presencia amorosa que jamás abandona y que nos sostiene en las horas de noche oscura.

Por otra parte, una vocación no puede entenderse si no es desde la libertad. Creo que cada uno de nosotros es forjador de su propia historia. Creer que todo está predeterminado es un error. Muchas veces caemos en el fatalismo por falta de valentía. Pero el destino no está en manos del azar. Todos somos responsables de la construcción de nuestro mañana. En cada acto de libertad nos estamos jugando el futuro.

También creo que el ser humano es más que inteligencia y sentimientos, más que un pasado histórico o un efímero presente. Las ciencias no agotan el misterio de cada persona. Más allá de nuestra genética y de nuestros condicionantes sociales y familiares, cada ser humano es único, irrepetible y con una enorme capacidad para afrontar la vida y sus desafíos.

Detrás de toda vocación hay una doble historia: la de un ser humano inquieto que busca el sentido de su vida y la de un Dios enamorado que lo llama a hacer realidad un sueño. La invitación siempre se nos ofrece. Decir sí es un acto de suprema libertad.

Nos envuelve un sutil misterio. Pequeños y limitados como somos por naturaleza, a la vez somos grandes en aspiraciones, creatividad y audacia. La historia de Dios con el hombre abarca todas nuestras paradojas y contradicciones. Él no busca grandes personajes con grandes talentos. Busca almas que se dejen conquistar. Ni siquiera le importa que seamos perfectamente sanos y equilibrados. Eso está en su mano. Lo único que hemos de hacer es dejarnos llevar por su llamada, un susurro que nos invita.

Dios no nos modela como una escultura, más bien nos llama a florecer desde nuestra propia identidad. No nos esculpe a martillazos, nos riega para que crezcamos y seamos capaces de hacer brotar la semilla de esa alma genuina que él insufló en nosotros cuando fuimos concebidos.

Llegar a los 30 años de sacerdocio ha sido un regalo. Como dijo el Papa Benedicto en su investidura, Dios no quita nada, lo da todo. Puedo decir con toda serenidad, después de 30 años, que he descubierto ese amor derrochón de Dios, que se obstina en hacer felices a sus hijos. En mi caso, con mi vocación al sacerdocio, me ha dado lo mejor que yo podía recibir. Y sé que todavía me depara sorpresas en los años venideros. Cuando uno se deja llevar por el soplo del Espíritu sabe de cierto que se encamina hacia la cumbre de su existencia.