lunes, septiembre 25, 2017

La renuncia

Este verano he tenido la oportunidad de leer una novela que quiero comentar y recomendar por la actualidad de su tema y por la hondura de las reflexiones que propone. Su autor es un sacerdote y misionero amigo mío; actualmente vive en Colombia, donde ejerce su ministerio pastoral. 

La renuncia de Benedicto XVI al papado en 2013 fue un acontecimiento que no sólo conmovió a la Iglesia, sino que levantó polvareda en todo el mundo. No se conocía otro caso, excepto el de Celestino V, papa de finales del siglo XIII que venía de la vida eremítica, ocupó la sede petrina durante unos meses y al poco tiempo abdicó. ¿Por qué Celestino quiso renunciar? ¿Cuáles fueron sus verdaderos motivos?

En su novela La renuncia, Martí Colom apunta posibles respuestas. Se trata de un relato espléndido, escrito con prosa enérgica y elegante, donde se entrelazan dos historias aparentemente muy distintas: la del viejo ermitaño Pietro de Morrone, nombrado Celestino V como papa, y la de Marcos Terrero, un dominicano superviviente de la guerrilla y exiliado durante años en París, donde ejerce como profesor de historia medieval. En el relato aparecen personajes históricos como el rey Carlos de Nápoles, el cardenal Gaetani, futuro papa Bonifacio VIII, y el filósofo y teólogo mallorquín Ramón Llull, con su audaz propuesta de evangelización, así como el coronel Caamaño, jefe militar de la oposición a la dictadura del presidente Balaguer.

A veces, las decisiones más valientes son las más incomprendidas. Y lo que parece un fracaso es un triunfo de la voluntad y la fidelidad a los propios principios y valores. En esta historia, donde las intrigas por el poder chocan con los anhelos más genuinos de sus protagonistas, Martí Colom propone una reflexión muy profunda sobre la Iglesia y su misión, pero también sobre la autenticidad humana y el valor de las decisiones personales.

«¿Cuál es el peor pecado de los hijos de la Iglesia? ¿Y nuestro mayor error? ¿Y nuestro olvido más grave?» Martí Colom no duda en afrontar las flaquezas y los errores de la Iglesia, en el pasado y en el presente, con diálogos jugosos entre sus personajes y discursos que no dejan al lector indiferente. «La barca, la Iglesia, que es algo santo y necesario, a veces también puede ser aquello que, a causa de nuestro propio deseo de seguridad, nos encarcele.» En la línea del papa Francisco, Colom cuestiona el anquilosamiento de las instituciones eclesiásticas y la búsqueda de falsas seguridades en la autoridad, las riquezas y la pompa, lejos del evangelio y de los pasos de Jesús.

En una sociedad que deifica el éxito, Colom escribe frases que impactan al lector e invitan a una relectura pausada: «…nos salva el amor, la ambición nos condena. […] Y el verdadero éxito no es conseguir todo lo que soñamos, o la vida inmaculada, perfecta (inalcanzable) de que me hablabas… sino acertar en nuestros sueños, dotarlos de ternura

En definitiva, es una lectura absolutamente recomendable, de estas que dejan poso, te hacen replantearte cuestiones muy vitales y se terminan con el deseo de volverla a leer, saboreándola despacio.

lunes, septiembre 11, 2017

El mal disfrazado de bien

La teología cristiana afirma la existencia de un ente maligno al que llama Satán o diablo. Esto ha impregnado la cultura religiosa y la piedad popular, en algunos casos de forma exagerada. Y es verdad que él nunca para y siempre está al acecho para hacer naufragar a mucha gente, o desviarla, haciéndole perder su rumbo moral. De hecho, hay una consciencia alerta, en muchos cristianos, de los constantes ataques del diablo. Sobre esto querría hacer algunas consideraciones.

El diablo tiene muchas formas de manifestarse en los diferentes ámbitos. Pero mucha gente tiene conceptos un poco equivocados. Por ejemplo, hay quienes piensan que los ateos son legiones de personas conquistadas por el demonio. Si entramos en teología, la fe es un don de Dios, y el hecho de no tenerla no quiere decir que una persona esté atrapada por el diablo, y menos que se convierta en una manifestación de este. Pensar así es una auténtica barbaridad, porque Dios ha hecho libre a la persona para que tenga la capacidad de decidir, y no se puede abrazar la fe si no es desde el don de la libertad. Dios siempre respeta la libertad que nos ha dado a todos, para que libremente elijamos. De no ser así, estaríamos destruyendo uno de los fundamentos de la fe cristiana. 

Tampoco podemos quedarnos con las escenas morbosas e impactantes de las posesiones, como vemos en el cine. Reducir la presencia del diablo a síntomas como cambios en el rostro y el lenguaje, ruidos guturales y ojos salidos de sus órbitas también es insuficiente, porque aparte de las posesiones demoníacas, él tiene otras estrategias para debilitar, no tanto al que está fuera de la Iglesia, sino al que está dentro.

Los disfraces preferidos del diablo


Hoy muchas personas se quedan sólo con las manifestaciones sobrenaturales del demonio, que cambian la psique del poseído, cuando lo más común es que el demonio utilice tácticas mucho más sutiles y de mayor alcance. Podríamos afirmar que el campo preferido para su acción destructora es la misma Iglesia, y las personas diana de su ataque somos los llamados creyentes, incluso los que estamos más comprometidos. 

¿Cómo detectar esa presencia maligna tan sutil e insidiosa, que lentamente hace estragos dentro de las mismas comunidades? 

Al diablo le gusta disfrazarse. Y esto lo saben todos los santos. ¿Sus disfraces preferidos? El disfraz de devoto, de místico, de teólogo. Un disfraz de «buena persona», de perfecto ciudadano, incluso de activista humanitario. San Juan de la Cruz señala otro: el demonio se suele disfrazar de «ángel de luz».

Pero hoy quisiera centrarme en otra forma que tiene de infiltrarse en nuestras vidas.

Escondiéndose detrás de la «verdad»


Hay quienes quieren imponer su voluntad en un grupo. El poder, el afán de control y la difamación forman parte de la estrategia diabólica, cuya finalidad es envenenar las relaciones y destruir a las personas. Para lograrlo estas personas utilizan unas formas que, aparentemente, son de indudable moralidad y, sobre todo, de una incuestionable religiosidad. Están por la labor de defender la doctrina y las verdades de la fe, y se mostrarán intachables en su conducta. Poco a poco, de manera casi imperceptible, van socavando el corazón de la comunidad, mientras consiguen el reconocimiento de los demás. Como se consideran moral y religiosamente mejores, emiten juicios letales sobre las personas que no piensan ni actúan como ellos. Se valdrán del descrédito y generarán correveidiles en su entorno social para ir manchando la dignidad de sus víctimas. Jugarán con una sutileza increíble, entre la verdad y la mentira, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre los sentimientos de bondad y la dureza sin paliativos, todo con el pretexto de salvar almas. Se mueven entre la oscuridad y la luz, entre lo claro y lo ambiguo, entre el celo apostólico y la autosuficiencia espiritual. De estas actitudes no están exentos ni los laicos ni el clero.

Este tipo de personas suelen mostrar un concepto equivocado de Dios, ya sea por su educación o por su perfil psicológico, tendente a sobrevalorar una autoridad jerarquizada basada en la religión del miedo, el castigo y la obediencia. Desfiguran el rostro misericordioso de Dios Padre y se aferran a una visión fundamentalista de la fe, que todo el mundo tiene que acatar si no quiere ser señalado o maldecido. Ven a Dios como un juez justiciero, con su espada levantada para someter a sus criaturas. La religión se convierte en una relación de sumisión, privada de libertad, que despoja al hombre de todo vínculo de amistad y afecto. Utilizan las palabras de las Sagradas Escrituras para condenar en nombre de Dios y se sienten en posesión de la verdad. Defienden su seudo-verdad minando la buena fama de los que no piensan como ellos.

Esta es la jugada más inteligente del demonio: utilizar la palabra de Dios como espada. El talibanismo dentro de la Iglesia es también presencia maligna, porque le ha quitado el corazón a Dios y le ha puesto una guillotina. A esto se le puede llamar sacrilegio. Ya no es sólo utilizar el nombre de Dios en vano, sino utilizarlo como arma ideológica que justifica la muerte.